Por Felipe Harboe Bascuñán
Durante los últimos días, nuestro país ha sufrido una regresión de casi 10 años. El debate sobre la petición de las iglesias Católica y Evangélica, de otorgar un indulto bicentenario a condenados recluidos de libertad, removió una vez más aquellos temas que aparentan estar superados, pero que al menor debate vuelven a recordarnos cuan divididos estamos los chilenos.
Algunos sectores han cuestionado que la Iglesia Católica haya pedido el indulto al gobierno y, con esto, haber incomodado al Presidente de la República. A ellos, cabe recordarle que el derecho a petición aún permanece incólume en nuestra constitución política (no sé por cuánto tiempo más). Además, es menester rememorar que para las iglesias, la clemencia constituye una virtud y un elemento esencial derivado de la misericordia divina. Es decir, más allá de la opinión que se tenga sobre la medida, resulta de pleno derecho y de toda lógica que las iglesias soliciten a la autoridad política el ejercicio de dicha facultad, a fin de otorgar el beneficio del indulto a quienes se encuentran privados de libertad.
En el caso de nuestro país, la complejidad de la solicitud no se funda en la petición de misericordia, ni en el solicitante de ella, sino en sus potenciales beneficiarios. Nuestra historia reciente (o ya no tan reciente), condiciona todo este debate. El sólo hecho de que se discuta la posibilidad de beneficiar con un indulto a personas condenadas por delitos de lesa humanidad contra connacionales, resulta traumático para la sociedad. Reviven las heridas no cerradas y afloran las más profundas divisiones de nuestra clase gobernante. Para decirlo de otra forma, la política no está preparada para discutir este tipo de decisiones en un marco de respeto y tolerancia. No lo está, porque han sido muchas las cortapisas que los familiares de las víctimas han debido sortear para obtener atisbos de justicia, justicia parcial o impunidad total, según los casos. Hay quienes -a casi cuatro décadas de los hechos- aún no consiguen información respecto del destino de sus familiares, es decir, de justicia ni hablar. Entonces, mientras esas heridas no logren cicatrizar con verdad y con justicia, todo intento por aplicar la clemencia respecto de quienes participaron de hechos de esa naturaleza, resultará traumático para la sociedad.
Por otra parte, resulta extremadamente complejo cuando quien debe decidir sobre dicha solicitud de misericordia, es justamente el representante del poder ejecutivo, el mismo poder que utilizó su fuerza para cometer delitos. Si con la fuerza del gobierno se persiguió y se asesinó, no parece justo ni razonable que sea el mismo poder el que perdone y deje en libertad.
NO al indulto! Dijimos muchos. Algunos en atención a los potenciales beneficiarios, otros además cuestionamos la improcedencia de la institución. El indulto no debe sobrevivir esta discusión. Es hora de que la clase política inicie un debate en profundidad respecto de ciertas instituciones extemporáneas, anacrónicas e injustificables en el actual estado de desarrollo democrático republicano, a fin de evitar que estos debates sean cíclicos y la ciudadanía observe cada cierto tiempo debates legítimos, pero sin correcciones institucionales.
Desde el punto de vista de su origen, el indulto carece de justificación en nuestras actuales circunstancias. En efecto, éste reconoce su origen en los regímenes monárquicos, donde el poder del rey no emana de la voluntad soberana, el pueblo, sino de Dios. Como tal, el rey actúa por delegación divina de su misericordia y, por tanto, posee la potestad divina del perdón o la clemencia. Así, la intervención del monarca en la suspensión, interrupción e incluso amnistía de personas, que hubieren sido previamente sancionadas por la institución encargada de la administración de justicia, responde a una delegación divina y al ejercicio del poder terrenal derivado.
1789, el año de la Revolución Francesa, fue el inicio de un cambio en las estructuras de poder público. El nacimiento de la República, cambiaría para siempre la forma de administración y ejercicio del poder. La separación de funciones se transformó en un elemento de la esencia de la nueva forma de estructura social, donde cada poder del estado, ejerce sus funciones sin intromisión del resto de ellas.
Nuestro país desde 1810 se declaró República independiente, poniendo fin a la dependencia monárquica de la corona española. En dicho momento, los libertadores de la patria optaron por constituirse bajo el modelo republicano, con un régimen democrático, aunque restringido. Con ello abrazaron la separación de funciones, dejando en manos del gobierno la función gubernativa, en el parlamento la función legislativa y en el poder judicial la función de administrar justicia.
Aquí, impera el principio de la democracia representativa, en virtud del cual la ciudadanía o el pueblo en su condición de poder originario, lo delega en una autoridad elegida por éste, poniendo fin al origen divino del poder propio de los regímenes monárquicos. Las funciones legislativas, gubernativas y jurisdiccionales son ejercidas de conformidad a las normas que el constituyente elabora para ello.
Siendo Chile una República, destaca entonces la sobrevivencia de una institución eminentemente monárquica como el indulto. Ya en los albores del bicentenario de nuestra independencia republicana, debiéramos concentrarnos en discutir la pertinencia de su mantención en el ordenamiento jurídico de nuestro país. Si se ha consolidado la separación de funciones, ¿por qué entonces permitimos que el Presidente de la República de turno intervenga en una decisión propia de otro poder del estado? ¿Resulta lógico que la decisión del órgano al cual el constituyente ha encomendado la función de administrar justicia, sea sobrepasada, torcida o directamente modificada por otro poder del estado? ¿No será mejor respetar el conocimiento cabal, que la administración jurisdiccional tuvo al momento de observar las sanciones que impusieron a un determinado delincuente o criminal?
Chile ha logrado un avance considerable en el respeto a las instituciones, y es hora que inicie reformas destinadas a profundizar el sentido republicano, dentro de las cuales debiera considerarse la eliminación de la intervención del Presidente de la República en la facultad de indultar. Con ello evitaríamos que el soberano se inmiscuya en un tema de suyo complejo, donde más allá de la asesoría propia de su equipo jurídico, carece de la profundidad de análisis y particularidades que los jueces tuvieron en vista al momento de dictar sentencia. Igualmente se mantendría el respeto por la función jurisdiccional y se pondría fin a la intervención política en la administración de justicia.
¿Terminaría con ello la posibilidad de clemencia, misericordia o indulto? No necesariamente, el sentido de mi propuesta no es extremar las sanciones ni poner fin a la posibilidad de indultar a un condenado con particularidades como edad avanzada, enfermedad terminal, sin participación en delitos de sangre, en fin, condiciones posibles de discutir. El tema es la institución que los concede. Podría incluso pensarse en la mantención de la institución del indulto particular, haciéndolo recaer en el máximo tribunal de la República, la Corte Suprema de justicia. Con ello, mantendríamos en la esfera de la propia función jurisdiccional, la potestad de indulto.
De esta manera, estaríamos poniendo fin a la intervención política en la administración de justicia e independientemente del gobierno de turno y de los potenciales beneficiarios, el debate recaería sobre elementos técnicos y las condiciones particulares de cada caso.