Empiezo a escribir estas palabras hoy 9 de Agosto de 2011, habiéndose realizado una nueva marcha donde miles de estudiantes marcharon contra el lucro en la educación. Lejos de decaer –como lo vaticinó el gobierno- el movimiento estudiantil volvió a demostrar que se encuentra vivo y dispuesto a seguir con sus reivindicaciones, encontrándose como contrapartida con un gobierno que responde sectorialmente, sin abordar las reales demandas y por si fuera poco con un tono descalificador y agresivo.
Ya durante el fin de semana observamos declaraciones destempladas e irresponsables que se referían como “inútiles y subversivos” a quienes lideran o adhieren a dicho movimiento. Así, lejos de aportar al debate, se contribuye a crear un clima de confrontación y descalificación, intentando generar la sensación de que existen “buenos y malos”: nada más lejos del sentido de la política.
Al decir de los medios de comunicación, cerca de 1.300 efectivos de carabineros custodiarían en un planificado operativo “preventivo” la tranquilidad de la marcha, y así fue durante casi toda la jornada. Pero lamentablemente al final, un grupo de infiltrados generó desmanes e incidentes. A diferencia de otras ocasiones, los incidentes fueron transmitidos en directo por la televisión: se pudieron ver imágenes de una turba abriendo, arrastrando y atacando un vehículo particular, un grupo saqueando un departamento o a un pequeño comercio, otros rompiendo señaléticas, paraderos de buses y todo lo que se encontrara a su paso. Las acciones y sus imágenes perduraron por un largo rato y dieron la vuelta al mundo emulando los incidentes del Reino Unido. Los camarógrafos tenían un triste espectáculo en vivo que revelaba simultáneamente la profunda rabia que algunos llevan contra el sistema, así como el fracaso más estrepitoso de un operativo de seguridad que no logró controlar a una minoría violenta y destructora.
De la reivindicación de la educación pública ya no se habló durante el día. El tema que dominó las pantallas nacionales, internacionales y las redes sociales fue la violencia inusitada de la jornada. De la vigencia del movimiento estudiantil con miles de estudiantes que marcharon pacíficamente enarbolando creativos carteles y simulando actuaciones que ilustraban la desigualdad y el abandono a la educación pública, nada se vio. Las escenas de violencia en cambio, sirven y servirán a quienes no creen en el derecho a manifestarse y pretenden afectar la simpatía ciudadana hacia el movimiento por la educación pública.
Que nadie se confunda: manifestación no es sinónimo de violencia, ni protesta de agresión, tampoco diferencias de descalificación. Una sociedad que no sabe disentir es una sociedad que marcha por el estrecho camino de la intolerancia y que no se valora a sí misma. Podemos (y debemos) reconocernos diferentes. Legítimamente creemos en diversas vías para llegar a la solución de los problemas o desafíos que tenemos como sociedad. Pero esas diferencias, por muy profundas que sean, no tienen por qué significar ataques, agresiones o descalificaciones. Algo huele mal en el ambiente. Con o sin intensión en vez de abordar la necesidad urgente de generar igualdad de oportunidades a través de la educación pública como el desafío colectivo y transversal que es, mostramos a niños y niñas que el conflicto implica violencia, que poder es sinónimo de autoritarismo, que las diferencias son un problema, y no parte de nuestra riqueza como país.
Las sociedades en el mundo están enfrentando profundos procesos de cambio y las estructuras tienen que adaptarse a las nuevas realidades y necesidades. Tradiciones y mecanismos antes incuestionados, hoy son puestos en duda por los pueblos, proponiendo modificaciones, expresando nuevos paradigmas. Estamos en presencia de un proceso de evolución democrática e inquietud social que reclama reformas estructurales: en la política y en su forma de representación; en la economía y la frialdad del modelo; en la educación y su concepción economicista y excluyente. Los modelos de desarrollo que durante muchos años sirvieron de base al crecimiento sin mayores cuestionamientos hoy son puestos en jaque.
Y es en esta contingencia en que los se dedican a sus actividades privadas velan por sus intereses y sólo ven en este clima una amenaza a ellos, que quienes ejercemos roles en la política y creemos en lo público y lo colectivo tenemos la responsabilidad de escuchar y actuar en concordancia con el mensaje que la ciudadanía nos envía. Con todo lo complejo de la situación, tenemos también la oportunidad de revitalizar el sentido profundo de la política impulsando un proceso destinado a canalizar institucionalmente las demandas ciudadanas. Sólo si estamos dispuestos a revisar y generar cambios en aspectos estructurales del sistema, será posible reivindicar y ejercer nuestro rol de conducir y aportar a la construcción de una salida seria, responsable y perdurable en el tiempo a este y otros conflictos. Y atención, ello está lejos de confundir entendimiento con sumisión o renuncia a nuestro rol opositor. Las democracias se fundan en el gobierno de las mayorías y el respeto de las minorías. No hay democracia sin oposición, pues ello es lo que permite la generación de acuerdos y reconocimiento de la diversidad, previniendo el autoritarismo o la aplicación mecánica de medidas tecnocráticas.
La capacidad de articular acuerdos es un deber de quienes estamos en la vida política. No esperen que venga un empresario a salvar la situación. Ni tampoco que un iluminado lleno de doctorados nos diga qué hacer. Esta es tarea para todos aquellos que entendemos el sentido republicano de la palabra democracia. Para quienes creemos que un buen sistema político es un medio –siempre perfectible- que reconoce el disentimiento y el respeto por el derecho de otros a expresar sus diferencias como un aspecto natural de la convivencia cívica. Puedo tener profundas diferencias con quienes hoy nos gobiernan (y ciertamente que las tengo) pero no por ello avalo hechos de violencia. No tengamos miedo al conflicto y la diferencia. Ni a las transformaciones estructurales. Pero no pensemos tampoco que ellas pueden llevarse adelante por medio de la violencia ni la agresión. Así como condené de inmediato la cobarde acción de poner en las redes sociales datos personales de Camila Vallejos con el fin de amedrentarla en su rol dirigencial, hoy levanto la voz para condenar sin ningún tipo de miramientos la violencia de que hoy sufrimos como país, y que sin duda es causada por grupos minoritarios. El movimiento estudiantil, los profesores, la política en su conjunto y los ciudadanos merecemos respeto, cuidado y garantías para un diálogo inclusivo. Juntos debemos decir NO a la violencia, que no distingue colores ni credos. Con violencia se ha intentado acallar a los grandes del mundo: Gandhi, Luther King, Kennedy entre otros, fueron víctimas de aquellos que por carecer de argumentos o por su irremediable autoritarismo, usaron la violencia para imponerse.
En Chile también vivimos en el pasado reciente un periodo de violencia y abusos que la mayoría condenamos y no queremos reeditar. Urge para ello reivindicar la noble actividad política, para que se constituya y valide como el espacio de diálogo que acoge a las diferencias en pro de un camino de transformaciones estructurales donde ciudadanos y ciudadanas sean el centro de nuestra política pública.
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