jueves, 8 de septiembre de 2011

DEL TEMOR A LA PROVOCACIÓN

En una reciente e interesante reunión donde debatíamos sobre la necesidad de un reordenamiento político en atención a la nueva realidad nacional, un contertulio se manifestó “asustado” por la agitación social del país. Manifestó su temor por los altos grados de beligerancia de los manifestantes, la incapacidad del gobierno de entender la profundidad del proceso y la incapacidad de la oposición de canalizar las reivindicaciones estudiantiles.

Ante tal declaración me correspondió señalar que lejos de asustarse, debía estar feliz por el despertar de la sociedad, por la decisión autónoma de salir del letargo en el cual se encontraba y de reivindicar derechos justos y compartidos por la gran mayoría de nuestros compatriotas. Luego comencé a entender que el miedo que afectaba al contertulio radicaba en que pertenecía a una generación nacida en democracia, criada en dictadura y cuya experiencia política y laboral estaba circunscrita a la democracia post 1990. Es decir, los debates de ideas, visiones de sociedad estuvieron limitadas por “lo posible”. Donde las legítimas diferencias existentes en nuestra sociedad eran postergadas por lo urgente de consolidar el diálogo como forma de solución de controversias y el asentamiento del régimen democrático. Un período donde si bien fue posible plantear las diferencias, las soluciones eran en la medida de la capacidad de llegar a acuerdos con las fuerzas opositoras. Del “Avanzar sin transar” de Frei Montalva, nos saltamos al “Transar para avanzar” de la década de los 90.

Si, tal como lo lee. El marco jurídico constitucional que dominó la transición (y se mantiene vigente) fortalece el statu quo al exigir para cambios estructurales mayorías excesivas en el parlamento (2/3, 3/5 o 4/7). Si a ello agregamos la existencia de un sistema de elección parlamentaria binominal que potencia dos grandes bloques excluyendo otras fuerzas menores y que dentro de estos dos bloques sobrerepresenta a la minoría en detrimento de la mayoría, entonces, el engranaje es perfecto para mantener las cosas como fueron diseñadas. No hay plebiscitos, el sistema de votación es restrictivo al exigir trámites de inscripción previa, prohibir el voto de chilenos en el extranjero y las modificaciones a la constitución (donde se originan estas ataduras) resultan imposibles sin amplios acuerdos legislativos.

Esto no da para más y la gente lo percibe. Hay quienes han convencido a la ciudadanía que las llamadas “reformas políticas” no tienen que ver con sus intereses y que son cosa de “los políticos”. ¿Sabía usted que si termináramos con los quórums especiales para la modificación de leyes orgánicas, se podría haber modificado la LOCE y haber terminado con el lucro en la educación superior? O que si termináramos con este rol subsidiario del estado se podría haber instaurado un sistema de transporte realmente público y no un Transantiago donde los operadores privados demuestran a diario su ineficacia e ineficiencia. En fin, las reformas al sistema político deben hacerse cuanto antes para evitar un colapso de la política y con ello un mayor descrédito de lo público y lo colectivo que permite redistribuir en un ambiente natural (y provocadamente) desigual.

Al ver en las calles a miles de ciudadanos reclamando contra la instalación de una central termoeléctrica en Punta de Choros; o los cientos de miles que marcharon en oposición al mega proyecto hidroeléctrico Hidroaysén. Al observar el movimiento de estudiantes secundarios y universitarios que logran paralizar el año escolar por más de 3 meses con manifestaciones masivas y con discursos coherentes, resulta que la política debe asumir que la ciudadanía despertó y que los partidos políticos (todos) fueron desplazados. Una ciudadanía que se cansó de esperar que “el sistema” les resuelva sus demandas. Que está consciente de las ataduras jurídicas existentes y que no aceptan que sus representantes sean elegidos por cúpulas estructuralmente desconectadas de lo que pasa en la calle. En fin, lo que estamos viendo no debe asustar a nadie, debe provocarnos. A quienes estamos en la vida pública debe darnos la fortaleza y la audacia suficiente para impulsar las reformas necesarias para canalizar las reivindicaciones sociales y ciudadanas. Los grandes cambios han surgido desde la sociedad y los movimientos sociales; y la política ha sabido darles adecuada atención, conducción y solución. Es hora de la política. De esa actividad seria y responsable, audaz y constructiva. Es hora de que la política comprenda que los ciudadanos de esta democracia cada día más madura (aunque no robusta) exigen derechos que antes desconocían poseer; exigen en la calle más participación y cambios al sistema para terminar con los abusos, desigualdades avergonzantes y falta de espacios de participación. Es hora de dejar los temores y las preocupaciones de lado y ocuparse del proceso haciendo los acuerdos necesarios que viabilicen reformas estructurales al sistema de administración política para, desde allí, realizar las transformaciones sociales y económicas que este país requiere para lograr avances homogéneos como sociedad.

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